Artículo e imagen original en el Diario La Vanguardia. Entrevista realizada por Meritxell M. Pauné
El‘derecho a la ciudad’vuelve a
estar de moda: aunque existe al menos desde 1968, este concepto relativo a
lacalidad de vida en
las urbesha
rejuvenecido desde su inclusión en 2016 en laNueva
Agenda Urbana que aprobó la cumbre Hábitat III de la ONU. En la campaña
electoral de 2019 será una expresión recurrente. La académica Lorena Zárate(La Plata,
1971), presidenta de la Coalición Internacional del Hábitat, es una de las
mayores expertas en este ideario. Ha recalado en Barcelona esta semana como
madrina y asesora estable del nuevo programa Ciudades
globales del CIDOB.
El ‘think tank’ barcelonés
sobre relaciones internacionales inicia
una línea de investigación y reflexiónsobre municipalismo
internacional y derecho a la ciudad, cofinanciado al 50% con el Ayuntamiento de
Barcelona.
Este año se cumple justamente
medio siglo de la teorización del ‘derecho a la ciudad’ por Henri Lefebvre.
¿Por qué el concepto resucita justo ahora?
No es casual. Hay una demanda ciudadana global de
más participación en las decisiones y de acceso a los beneficios materiales,
políticos y simbólicos que la ciudad ofrece. Se avanza en unas cosas y se
retrocede en otras. Lefebvre se refería a la miseria en los suburbios de París
y hoy refleja la precariedad de las periferias latinoamericanas o la falta de
vivienda asequible en las capitales de Occidente. Ni hablar ya de las ciudades
del África subsahariana y sureste asiático, donde miles de personas viven en
condiciones infrahumanas.
La ONU calcula que en 2050 el
70% de la población mundial vivirá en ciudades, a la vez que alerta del riesgo
de una crisis ecológica. ¿Es sensato este crecimiento?
El derecho a la ciudad no debe ser una apología de
la ciudad, ni una glorificación de la vida en las grandes ciudades. No queremos
más asfalto, torres y coches, ni más éxodo rural. Se trata de ofrecer una vida
digna a cada territorio, lo que sí implica unos mínimos de planificación
urbanística, infraestructuras de saneamiento y residuos, hospitales y
escuelas… ¡También es ‘derecho al pueblo’! Al fin y al cabo, una gran urbe
debe tener escala humana y la buena vida de barrio es muy parecida a vivir en
un pueblo. La dicotomía campo-ciudad ya no nos ayuda a entender qué sucede, ni
a transformar la sociedad.
¿Quién puede seguir creciendo,
entonces?
Por supuesto no las megalópolis. De hecho, quién
más crece hoy son las ciudades pequeñas –hasta 500.000 habitantes– y las
ciudades intermedias que rondan el millón. Falta muchísimo estudio y análisis
de qué está pasando en estas urbes regionales con fuertes roles
transnacionales. Pero el encarecimiento del suelo en los centros propicia áreas
de baja densidad en la periferia, que gentrifican las segundas coronas
metropolitanas y tienen un alto impacto ambiental porque es donde quedaban
zonas verdes y cultivos. Hoy el gran problema es la extensión de la ‘mancha
urbana’, que de promedio ha crecido tres veces más que la población urbana. Las
ciudades no se expanden por la migración, sino porque son un negocio:
inmobiliario, electoral, financiero y turístico.
Un pareado grande en la
periferia resulta más barato y atractivo para gran parte de la clase media que
un piso pequeño en el centro.
Europa ha demostrado que puede haber densidad y
calidad de vida, sin necesidad de grandes torres de pisos u oficinas. No es un
milagro ni una utopía, se sabe y se ha hecho. Pero cuando se intenta densificar
las ciudades del ‘sur’ global, se acaban haciendo torres o expulsando a los
vecinos pobres del centro.
En Europa el ‘derecho a la
ciudad’ ha quedado muy circunscrito a las izquierdas y, en consecuencia, sujeto
a la rivalidad de los partidos. ¿Es un concepto lo suficientemente transversal?
¡Sí! Y la prueba es que la derecha y el
centro-derecha sí lo abrazan en otros lugares. Que aparezca explicitado en los
acuerdos de Hábitat III es un gran paso hacia la transversalidad, porque lo han
firmado países de todo tipo. ¡Incluso gobiernos autoritarios y fascistas!
Generó un gran debate que arriesgó toda la agenda: los países liberales lo
consideraban un concepto marxista, mientras que los marxistas rechazaban a
Lefebvre por heterodoxo… Es paradójico porque el ‘derecho a la ciudad’
cuestiona puntales del capitalismo como la propiedad del suelo o la democracia
representativa, pero por otro lado a la mayor parte de las izquierdas carecen
de agenda urbana y solo piensan en el Estado.
Precisamente el mismo día que
se presentaba el programa Ciudades Globales del CIDOB arrancaba uncongreso internacional en Barcelona sobre áreas
metropolitanas, que no se explicitan en Hábitat III. La metropolitanización ganan
prestigio pero aún se estrella contra el recelo de los propios municipios.
Barcelona o Ciudad de México no pueden vivir de sí
mismas, ni en lo material ni en lo sostenible. ¿Cómo se alimentan los vecinos,
de dónde viene el agua potable, dónde enviamos los residuos…? También las
políticas pierden eficacia en solitario, por ejemplo al luchar contra la
contaminación. El reto está en cómo se gestiona eso políticamente y los
intereses de los partidos. Hace falta un nuevo contrato social, que en general
será más difícil donde haya más desequilibrio entre capital y periferia. En el
actual contexto de globalización y crisis de los Estados-nación, el reacomodo
metropolitano es clave.
Uno de los efectos de la
globalización es el turismo de masas y la gentrificación. ¿Cómo se canaliza
esta fuerza global en un terreno de juego local?
Es muy complicado. Por un lado porque los actores
son cada vez más globales y abstractos, como una plataforma online, una franquicia…
Y por otro porque pocos gobiernos locales han tenido la lucidez y la valentía
de enfrentarse a cosas que están en la vida cotidiana de la gente y que agradan
incluso. A mucha gente le parece bien que exista Airbnb porque lo usa cuando
viaja o le genera recursos para pagar la hipoteca… Pero es un problema
colectivo. Los gobiernos nacionales no están haciendo las regulaciones
necesarias y los internacionales como la Unión Europea van muy lentos.
En Europa el enfoque
mayoritario ha sido castigar la vulneración de la competencia desleal, más que
la regulación de nuevos fenómenos.
Hay que romper por supuesto los monopolios, pero no
pasando de un extremo al otro. El discurso de la libre competencia a veces
consigue justo lo contrario, que las empresas abusivas se acojan a él para no
ser reguladas. Ya se ha acuñado el término “extractivismo urbano”, en
referencia a empresas de capital extranjero que explotan la marca, la fama, la
belleza, la arquitectura de ciudades como Barcelona…y que si las destrozan se
van a otra y ya está. Hay que dar oportunidades a otros actores, a la economía
social y solidaria, al turismo sostenible…
También es muy crítica con la
financiarización de la economía local.
Hay autoras como Saskia Sassen y Raquel Rolnik que
lo han desarrollado mucho. Consiste en que los inmuebles se convierten mediante
las hipotecas en activos financieros y paquetes de deuda que se compran y se
venden. Un dinero abstracto que crece con algoritmos y operaciones matemáticas,
pero que físicamente no existe y al que puede llegar a no importarse la propia
materialidad de la casa hipotecada.
En los últimos años quién ha
conquistado al ciudadano indignado con la globalización económica es más bien
el proteccionismo. El ‘trumpismo’ le va ganando la partida al derecho a la
ciudad, hoy por hoy.
De nuevo, hay que encontrar un término medio. El
proteccionismo tiene elementos positivos, que han hecho desarrollar a muchos
países a lo largo de la historia. El primordial es el afán por desarrollar los
mercados internos con más capacidad de producción y de consumo local y mejores
infraestructuras de movilidad, algo que el libre comercio hoy no prioriza. Pero
tiene riesgos evidentes porque deriva en ultranacionalismos, xenofobia y un
gran centralismo.
Las migraciones son otra gran
contradicción global. La más dramática, quizá.
El derecho a la ciudad, ya desde Lefebvre, propone
una redefinición de la ciudadanía. No solo entendemos como ciudadanos aquellos
que nacieron en un lugar y tienen papeles, ni siquiera aquellos que viven todo
el tiempo en ese lugar. Pueden ser personas que transitan, por supuesto
inmigrantes pero también vecinos de otros municipios que trabajan y acceden a
servicios en la capital. Importa de dónde te sientes y en qué territorio
quieres tener voz. Incluso se habla ahora de ciudadanía global, con ideas locas
como preguntar al mundo entero si en Barcelona hay que hacer tal cosa u tal
otra. Debemos ser ciudadanos del mundo y a la vez de algún lugar.
El pensamiento fácil es que en
Occidente hay más calidad de vida urbana, ergo más derecho a la ciudad.
Pues no. La polis, el agora, la civita… hay
elementos de la cosmovisión occidental que siguen siendo muy relevantes y
positivos para avanzar hacia la vida buena en la ciudad. Pero también hay
conceptos indígenas como el buen vivir andino, los derechos de la naturaleza o
la ayuda mutua en los tekios, que pueden enseñarnos mucho sobre cómo ruralizar
la vida urbana para adaptarla a los ritmos del cuidado y a la escala humana.
Puede leer el artículo original en el Diario La Vanguardia