Este Informe Anual recoge todo el trabajo de los-as Miembros y Aliados-as de HIC, involucrados activamente en la defensa de los derechos del hábitat en todos los continentes: a nivel local, regional y global.
El 2020 fue un año extraordinariamente complejo, un año que cambió el mundo y la forma en que trabajamos como Coalición de muchas maneras. Cuando me uní a la Coalición como presidenta en diciembre de 2019, no podía imaginar los desafíos a los que estábamos a punto de enfrentarnos. Casi de la noche a la mañana, tuvimos que forjar nuevas formas de trabajar conjuntamente en defensa de los derechos humanos relativos al hábitat, unirnos a través de nuestras acciones para superar el aislamiento impuesto por los confinamientos, las medidas de distanciamiento social y las restricciones locales. Tuvimos que generar nuevas formas de comunicar, de construir proximidad social y política en condiciones remotas. Tuvimos que encontrar la energía para responder a los efectos inmediatos no solo de la pandemia, sino también de las medidas que conllevaron más hambre, pérdidas del sustento, necesidades, violencia de género y discriminación racista, las absurdas imposiciones de quedarse en casa y lavarse las manos para millones de mujeres y hombres sin acceso a una vivienda adecuada, agua y saneamiento. Teníamos que hacer todo esto mientras mirábamos hacia atrás y hacia adelante para seguir luchando contra trayectorias históricas de desigualdad profunda y arraigada.
Entre las muchas cosas que aprendimos a lo largo de 2020, está que el cambio estructural posterior al COVID-19 dependerá de alianzas sólidas y acciones transformadoras. La pandemia ha sacado a la superficie no solo las desigualdades estructurales a las que nos enfrentamos, sino también las reservas «interminables» de cuidado, compromiso e ingenio de la sociedad civil organizada, las organizaciones de base y los movimientos sociales, que en algunos contextos trabajan junto con los gobiernos locales. Estuvieron a la vanguardia a la hora de responder de forma rápida y audaz a esta crisis. En la mayoría de los casos, lo hicieron sin los recursos adecuados y, en ocasiones, incluso desafiando a gobiernos indecisos, reacios y autoritarios.
Casi de un día para otro, la sociedad civil organizada movilizó todos los recursos disponibles y amplió las redes de ayuda en especie. Además, fuimos testigos de esfuerzos rápidos para desmercantilizar el acceso a una vivienda adecuada, a alimentos, a la salud y a los servicios básicos. Esto sucedió gracias a medidas como la reconversión de edificios públicos para brindar refugio a personas sin hogar, la interrupción de los desalojos, la introducción de moratorias para el alquiler y los servicios, la activación de líneas de apoyo para proteger a las personas cuidadoras, así como a mujeres y niños que sufren violencia doméstica, y la construcción de instalaciones de salud temporales, de bancos de alimentos y cocinas comunitarias, entre otras muchas medidas que han supuesto
una gran diferencia para muchas personas.
No debemos olvidar las enormes capacidades desplegadas a lo largo de la pandemia para hacer las cosas de manera diferente: proteger vidas y los derechos humanos relativos al hábitat hasta un punto que antes parecía imposible. Ahora, el desafío es mantener y profundizar las acciones transformadoras implementadas a lo largo de la crisis del COVID-19. Esto implica mucho más que «reconstruir mejor». No estamos hablando de recuperarse de una guerra o de un terremoto devastador, sino de recuperarse de una crisis de salud que ha puesto en evidencia la necesidad de abordar cuestiones que tenían que haberse abordado hace mucho tiempo.
Las organizaciones de la sociedad civil están más cerca que cualquier otro actor de las necesidades de cambio que se sienten sobre el terreno, pero también necesitan que se les escuche, necesitan recursos y empoderamiento para planificar, impulsar y sostener una agenda transformadora e integrada. Necesitan el respaldo total de los gobiernos locales, regionales y nacionales y de la comunidad internacional para convertir este momento crítico en un punto de inflexión histórico, para avanzar de verdad y no dejar atrás a nadie ni a ningún lugar. Tal transformación solo puede lograrse mediante medidas redistributivas importantes y un profundo reconocimiento del valor de la vida de todo el mundo, independientemente de su clase, género, sexualidad, raza, etnia, religión, edad o capacidad física y mental. Las acciones deben responder a la realidad de las personas empobrecidas, las-os trabajadoras-es informales, los grupos racializados, las-os migrantes y refugiadas-os, los pueblos indígenas, los más de mil millones de personas que viven en riesgo de desalojo y, en gran medida, las mujeres que viven en la intersección de estas múltiples identidades sociales.